En el curso medio del río Nalón se asienta el
concejo de San Martín del Rey Aurelio, ya en pleno valle de Langreo y dentro de
su zona carbonífera. El territorio está
cruzado por pequeños valles secundarios y suaves montañas forestales, aunque se
halla presidido por el monte de Los Tres Concejos, que supera los 1200 metros.
El cauce del río adolescente, casi niño, serpentea por el valle central,
sorteando aquí y allá los valles secundarios, que lo alimentan con sus pequeños
arroyuelos, e indica a la carretera carbonera, que desciende desde el puerto de
Tarna, el mejor camino a seguir, lo mismo que al ferrocarril de Langreo que,
procedente de Gijón, muere en Laviana, y cuya antigüedad solo es superada por
el tendido ferroviario que discurre entre Barcelona y Mataró. Río, carretera y
ferrocarril se aproximan aquí, se cruzan allá y se separan acullá, en función
de los caprichos del terreno, y circundan o atraviesan las tres poblaciones que
constituyen el concejo: Blimea, Sotrondio y El Entrego.
Alguien dijo que no somos de donde nacemos, sino
de donde estudiamos el bachillerato. Si eso fuera así, puedo considerarme de
Sotrondio a todos los efectos, no solo porque allí curse accidentalmente
segundo de bachillerato, sino también porque residí en la barriada de El
Serrallo, en el seno de una familia minera, durante los años en que estudié la
enseñanza media en el instituto Virgen de Covadonga de El Entrego. El Sotrondio
de que hablo ahora fue la capital del concejo, antes de convertirse en uno de
los tres núcleos urbano, además de Blimea y El Entrego, que forman la tríada
asturiana de San Martín del Rey Aurelio, en el concejo homónimo, por reciente
decreto de la Comunidad Autónoma. Por si todo aquello no fuera bastante,
Sotrondio fue mi escuela primaria durante los años de infancia y mi hogar
durante los años de mocedad: en sus calles, sus plazuelas y sus barrios aprendí
a vivir, comprendí el sentido de la cordialidad y el respeto que debemos a
nuestros semejantes.
La zona urbana de Sotrondio y de su
populoso barrio obrero El Serrallo, el más poblado de la cuenca minera del
Nalón, se encuentra en medio de huertas de labor y prados para el
aprovechamiento ganadero, que ocupan más de la mitad de la superficie del
concejo. Las laderas umbrías de los valles secundarios se hayan cubiertas por
bosques mixtos de carbayos, abedules,
castaños y hayas. No se sabe por qué razón el rey Aurelio, quinto de la
dinastía asturiana, dejo las riberas apacibles del río Sella, a su paso por
Cangas de Onís, para establecerse en las orillas quebradas del río Nalón, a su
paso por San Martín; lo cierto es que permaneció en estas tierras hasta su
muerte, ocurrida allá por el año 774, y se encuentra enterrado en la iglesia de
San Martín de Tours. Por cualquiera de los valles que ascendemos o de las laderas
que transitamos he podido encontrar panorámicas inolvidables, como la que se
aprecia desde La Envernal, en dirección sureste, con los montes de Peñamayor al
fondo, o la vista desde La Campeta, en dirección noroeste, con el caserío de El
Entrego a los pies.
Pero bajo este mundo de la vida se
desarrollaba, hasta hace pocas décadas, el fatigoso mundo del trabajo, en el
que cientos de mineros gastaron su vida en ganársela, por emplear la ajustada expresión
con que Bernard Shaw definió al hombre manchesteriano. El nacimiento del
concejo, primero en 1812 y definitivamente en 1837, coincidió con el inicio de
la industria minera, que transformaría el paisaje del concejo en pocos años. De
manera que, a mediados del siglo pasado, el modelo agrario tradicional de la
zona había dado paso al modelo minero industrial que conocimos. La proliferación
de bocaminas, castilletes metálicos, puentes, vías férreas o teleféricos cambio
las formas de vida de los habitantes, consolidando así el segundo estadio de la
minería, el que urden los pozos verticales, al sustituir la explotación
superficial de las capas de carbón y la minería de montaña. Es el momento en
que, bajo la política autárquica del régimen franquista, surgen las barriadas
mineras, que acogieron a la ingente cantidad de trabajadores oriundos de otras
provincias españolas.
Antes de que la industria minera empezara a
sentir síntomas de asfixia, después de siglo y medio de afanoso laboreo, el
interés por la formación y la cultura de los jóvenes fue en aumento. ¿Moría un
mundo? ¿Nacía otro? Las escuelas unitarias, las agrupaciones escolares, las academias
y los colegios multiplicaban su presencia. Los retoños sotrondinos del baby boom, que así ha dado en llamarse a
los nacidos en el tercer cuarto del siglo pasado, tuvimos la ocasión de
estrenar las aulas del grupo escolar de El Serrallo y, dos o tres años más
tarde, las del colegio libre adoptado Santo Tomás de Aquino de El Entrego, que en
1964, y tras la necesaria ampliación, pasaría a llamarse instituto Virgen de Covadonga,
segundo del valle tras el de Sama y uno de los ocho existentes en la región por
aquel entonces. También abrimos la Biblioteca Pública de Sotrondio y el
Polideportivo de El Entrego. En los hogares de familias mineras, donde hasta
entonces apenas habían entrado las novelas de El Coyote o Marcial Lafuente
Estefanía, empezaron a ocupar su lugar
Antonio Machado o Miguel de Unamuno, Albert Camus o Jean-Paul Sartre. Y las
tonadas de música popular asturiana empezaron a alternarse con The Beatles y The
Rolling Stones.
Este Sotrondio del que vengo hablando ya no
existe… Puedo comprobarlo con sorpresa cada vez que regreso a estos lugares. La
carretera carbonera se ha transformado en el Corredor del Nalón. Las
escombreras han dado paso a anodinos polígonos industriales. En sus prados y
huertos de labor proliferan las casas y los bloques de pisos, en buena medida
deshabitados. El Sotrondio de los años cincuenta y sesenta es posible que nunca
haya existido, a no ser en la imaginación de quienes vivimos cuando entonces.
Pero solo hemos que cerrar los ojos para volver a pasear por la orilla del río,
para encontrarnos con los amigos en la plaza Ramón y Cajal, para aventurarnos
por algunos de los valles convergentes y otear el valle desde El Rimadero o
desde La Envernal. Y cuando me encuentro perdido en el infierno que habitamos a
diario, como diría Italo Calvino, el recuerdo de aquellos días me ayuda a
buscar y saber quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que
dure, y dejarle espacio.
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